De la Democracia Mecanicista a la Democracia Cuántica
Cuando los revolucionarios de la era industrial lograron ocupar el poder que antes ostentaban los señores feudales en Francia, Estados Unidos, Rusia, Japón y otras naciones, se vieron en la necesidad de redactar constituciones, instaurar nuevos Gobiernos y diseñar instituciones políticas nuevas. En la excitación de la creación, debatieron nuevas ideas, nuevas estructuras. En todas partes disputaban en torno a la naturaleza de la representación. ¿Quién debía representar a quién? ¿Debía el pueblo instruir a los representantes acerca de cómo votar, o debían éstos seguir su propio criterio? ¿Debían los períodos de mandato ser largos o cortos? ¿Qué papel debían desempeñar los partidos?.
Una nueva arquitectura política emergió de estos conflictos y
debates en cada país. Y si realizamos un atento examen de esas estructuras,
podremos ver que se hallan edificadas sobre una combinación de suposiciones
territoriales de la era feudal, junto a la noción de engranajes sociales propio
de la era industrial.
Después de milenios de agricultura, les resultaba difícil a los
fundadores de estos sistemas políticos imaginar una economía basada en el
trabajo, el capital, la energía y las materias primas, más que en la tierra. La
tierra había estado siempre en el centro de la vida misma. Por tanto, no es de
extrañar que la geografía quedase profundamente incrustada en nuestros diversos
sistemas de votación.
Diputados y Senadores son todavía elegidos, no como
representantes de alguna clase social o agrupación ocupacional, étnica, sexual
o de estilo de vida, sino como representantes de los habitantes de un
determinado trozo de tierra: un distrito geográfico.
Las personas de la era agrario-feudal eran casi inmóviles, y,
por tanto, era natural que los arquitectos de los sistemas políticos de la era
industrial dieran por supuesto que las personas podrían permanecer casi toda su
vida en una misma localidad. De ahí el predominio, aún hoy, de los requisitos
de residencia en las normas reguladoras de las votaciones.
El ritmo de la vida de la época agraria era lento y sobre la
tácita presunción de que las cosas se movían despacio, los organismos
representativos, como el Congreso eran considerados “deliberantes”, ya que
tenían y se tomaban el tiempo necesario para reflexionar en sus problemas.
La mayoría de las personas de ese momento histórico eran
analfabetas. Por eso se daba generalmente por supuesto que los representantes,
en especial si procedían de las clases instruidas, tomarían, “en teoría”,
decisiones más inteligentes que la masa de votantes.
Los hombres de negocios, intelectuales y revolucionarios del
primer período industrial, estaban virtualmente hipnotizados por la maquinaria.
Se sentían fascinados por las máquinas de vapor, relojes, telares, bombas y
pistones, y construyeron innumerables analogías basadas en las sencillas
tecnologías mecanicistas de su tiempo. No fue casualidad que hombres de ciencia
como Benjamín Franklin y Thomas Jefferson fueran inventores, además de activistas
políticos.
Surgieron en la agitada estela cultural abierta por los grandes
descubrimientos de Newton. Este había llegado a la conclusión de que el
Universo entero era un gigantesco aparato de relojería, que funcionaba con
exacta regularidad mecánica. La
Mettrie, físico y filósofo francés, declaró en 1748 que el hombre mismo era una
máquina. Adam Smith amplió más tarde la analogía de la máquina a la economía,
argumentando que la economía es un sistema, y que los sistemas “semejan
máquinas en muchos aspectos”.
Pero esta mentalidad mecanicista no fue producto del
capitalismo. Por ejemplo, Lenin describía el Estado como “nada más que una
máquina utilizada por los capitalistas para reprimir a los obreros”. Trotski
hablaba de “todas las ruedas y tuercas del mecanismo social burgués” y
continuaba describiendo con expresiones similarmente mecánicas el
funcionamiento de un partido revolucionario. Denominándolo poderoso “aparato”,
señalaba que, “como cualquier mecanismo es en sí mismo estático... el
movimiento de las masas tiene que... vencer la yerta inercia... Así, la fuerza
vivificante del vapor tiene que vencer la inercia de la máquina antes de poder
poner el volante en movimiento”.
Empapados de este pensamiento mecanicista, imbuidos de una fe
casi ciega en el poder y la eficiencia de las máquinas, los revolucionarios
fundadores de las Sociedades de la era industrial, tanto capitalistas como
socialistas, inventaron instituciones políticas que participaban de muchas de
las características de las primeras máquinas industriales.
Las estructuras que forjaron y soldaron se basaban en la
noción elemental de la representación. Y en todos los países hicieron uso de
ciertas piezas de factura idéntica. Estos componentes salieron de lo que podría
denominarse, un sistema representativo.
Los componentes eran:
1. Individuos armados con el voto.
2. Partidos para reunir votos.
3.Candidatos que, al ganar votos, quedaban instantáneamente
transformados en “representantes” de los votantes.
4. Legislaturas (Parlamentos, congresos o asambleas) en las que,
al votar, los representantes fabricaban leyes.
5. Ejecutivos (presidentes, ministros, secretarios de partido)
que introducían en la máquina fabricante de leyes materias primas en forma de
programas políticos, y luego imponían el cumplimiento de las leyes resultantes.
Los votos eran el “átomo” de este mecanismo newtoniano. Los
votos eran agregados por los partidos, que funcionaban como “alimentadores” del
sistema. Recogían votos de numerosas fuentes y los introducían en la máquina
sumadora electoral, la cual los combinaba en proporción a la fuerza o mezcla
del partido, produciendo como resultado la “voluntad del pueblo”, el
combustible básico que supuestamente accionaba la maquinaria del Gobierno.
Así como la fábrica vino a simbolizar toda la tecnosfera
industrial, el Gobierno representativo, se convirtió en el símbolo de status de toda nación “avanzada”. De
hecho, incluso muchas naciones no industriales se apresuraron a instalar los
mismos mecanismos formales y a utilizar el mismo universal equipaje
representativo.
No obstante lo enunciado precedentemente, podemos sostener sin
miedo a equivocarnos que el Gobierno representativo constituyó un
extraordinario avance con respecto a anteriores sistemas de poder, un triunfo
tecnológico más sorprendente aún, a su manera, que la máquina de vapor o el
aeroplano. El Gobierno
representativo hizo posible una ordenada sucesión sin la existencia de dinastía
hereditaria. Abrió canales de comunicación entre las capas superiores y las
inferiores de la sociedad. Proporcionó
el terreno en que podrían reconciliarse pacíficamente las diferencias entre los
distintos grupos.
Ligado al predominio de la mayoría y a la idea de “un hombre, un
voto” ayudó a los pobres a obtener beneficios de los técnicos del poder que
dirigían los motores integracionales de la sociedad. Por estas razones, la
expansión del Gobierno representativo constituyó, en conjunto, un humanizador
paso adelante en la
Historia. Pero desde el principio mismo defraudó sus
promesas. No obstante su definición, jamás llegó a ser controlado por el
pueblo. En ninguna parte modificó realmente la estructura de poder subyacente
en las naciones industriales, la estructura de élites. De hecho, lejos de
debilitar el control ejercido por las élites directivas, la maquinaria formal
de representación se convirtió en uno de los medios clave de integración por
los que se mantenían a sí mismas en el poder. De este modo, las elecciones, con
independencia de quién las ganase, desarrollaban una poderosa función cultural
en beneficio de las élites. En la medida en que todo el mundo tenía derecho a
votar, las elecciones fomentaban la ilusión de igualdad.
Podemos arribar a una primera conclusión global, sosteniendo que
vivimos en el marco de una civilización que depende en gran medida de los
combustibles fósiles, la producción fabril, la familia nuclear, la corporación,
la educación general y los medios de comunicación, basado todo ello en la
creciente separación abierta entre producción y consumo y todo ello dirigido
por un grupo de élites cuya tarea es integrar al conjunto.
En este sistema, el Gobierno representativo es el equivalente
político de la fábrica. De hecho, era una
fábrica destinada a la confección de decisiones integracionales colectivas.
Como la mayor parte de las
fábricas, estaba dirigida desde arriba. Y, como la mayor parte de las fábricas,
se va quedando ahora progresivamente
anticuada, víctima de la sociedad de la información y el conocimiento.
Todos los partidos políticos del mundo industrial, todos
nuestros congresos, parlamentos, nuestras presidencias y jefaturas de Gobierno,
nuestros tribunales y agencias reguladoras y capa tras capa geológica de
burocracia gubernamental han perdido vigencia y están en trance de
transformación. Nos
enfrentamos hoy una vez más a la necesidad de inventar nuevas herramientas
políticas.
El surgimiento de la conectividad tecnológica, sumada a la
apertura que se produjo en cuanto a posibilidades de estudios terciarios y
superiores, otorgaron a un gran número de ciudadanos, la posibilidad de tener
herramientas de comprensión o análisis de la realidad y niveles de información,
que dieron mayor velocidad a la toma de decisiones y generaron mayores niveles
de independencia ideológico-políticas a las que poseían las generaciones
precedentes.
Esto fue generando la “sensación” de lentitud institucional, y
poco a poco la idea de que los representados eran rehenes que cada 4 años
podían tener 1 solo día de libertad para elegir dentro de un abanico limitado y
dominado por los intereses de las élites a candidatos que habían dejado de
representarlos.
El voto entonces, empezó a ser visto como una obligación pesada
en lugar de apreciarse como un derecho. Esta
sensación, unida a la capacidad de los candidatos para generar promesas muy
difíciles de cumplir en las campañas, que automáticamente repercuten en la baja
consideración hacia las instituciones políticas y a la democracia como sistema.
Sin embargo, sería posible, a través de la correcta utilización
de las herramientas tecnológicas, empezar a transitar un camino hacia una
democracia en la cual la representación no sea vista desde la óptica de un
rehén, sino desde la motorización activa de proyectos, en los cuales la
población pueda participar de manera directa legitimándolos como paso previo a
su legalización.
Será necesario prepararnos para un mundo político en el cual, la
tecnología nos permita tener de manera online los movimientos de ejecución
presupuestaria en tiempo real, plebiscitos diarios según segmentos de interés, gobierno
participativo electrónico local, donde se vote sobre la presupuestación de
mejoras puntuales por barrio, intercambio permanente de ideas a través de las
redes, simulacros virtuales de políticas, etc.
La política mecanicista, dá mayor prioridad a lo cuantitativo y
eso produce efectos respecto de la corrupción, las “generalizaciones” comienzan
a partir de la “cosificación del hombre”, y de la sobrevaloración de lo estadístico
– electoral, por sobre lo cualitativo – consensual. Esto es la intensificación del marketing, que
en materia de propuestas, requiere que los candidatos le hablen a determinados
segmentos intentando no perjudicar los intereses de los otros segmentos, lo
cual produce propuestas cada vez más carentes de contenido. Ese es el nicho donde se enquista el
populismo.
Los populismos atentan directamente contra la constitución de
ciudadanía y la consolidación de la democracia real. En el sentido de que a partir de la
demagogia y el clientelismo, surge un círculo vicioso que se contagia hacia
cualquier oposición que se plantee ser alternativa de gobierno, en el marco y
las reglas de juego imperantes (financiamiento de campañas, lobbys, etc).
El populismo surge y resurge, como un antídoto a cualquier atisbo de democracia
no mecanicista.
El virus de la corrupción no puede ser combatido por el mismo
sistema que la engendra, sino que deberá ser destruida por una nueva “cultura
política”, que pueda mostrar todos sus actos, decisiones y posicionamientos de
manera transparente. Esto
será posible, a través de una profunda reforma educativa y una verdadera
revolución cultural, donde se comprenda que el corrupto, atenta directamente
contra todos los ciudadanos con cada decisión que toma, no solo del presente,
sino también del futuro.
Si lo único por lo que tuviéramos que preocuparnos fuese por
elegir al “mejor” dirigente, nuestro problema podría resolverse dentro del
entramado del actual sistema político. Pero, en realidad, el problema es mucho
más profundo. En esencia, los dirigentes —incluso “los mejores”— resultan
inválidos porque se han quedado anticuadas las instituciones a través de las
cuales deben actuar.
Nuestras instituciones políticas reflejan también una anticuada
organización del conocimiento. Todo Gobierno tiene Ministerios o Departamentos
consagrados a campos concretos tales como la economía, los asuntos exteriores,
la defensa, la agricultura, el comercio, el correo o el transporte. El desafío será integrar las
actividades de todas estas unidades para que puedan producir programas metódicos
y totalistas, en lugar de una confusa mescolanza de efectos contradictorios y
mutuamente anuladores.
Si hay una cosa que hubiéramos debido aprender en las últimas
décadas, es que todos los problemas sociales y políticos están entretejidos,
que la energía, por ejemplo, afecta a la economía, la cual, a su vez, afecta a
la salud, la que, a su vez, afecta a la educación, el trabajo, la vida familiar
y mil otras cosas. El intento de tratar por separado problemas nítidamente
definidos, aisladamente unos de otros—fruto de la mentalidad industrial—, no
hace sino crear confusión y anacronismo.
Quizás la división política a partir de conceptos ideológicos
cerrados y poco flexibles, caratuladores de una realidad que solo es
imaginaria, nos termine de llevar al anacronismo político.
A veces lo establecido se acepta como tal y se le asigna el
carácter de “inmodificable”. Porque el ser humano es un animal de
costumbre, y a veces se olvida que todo lo que hoy es “normal”, en algún
momento fue “innovador” y “anormal”.
Julio Verne, sostenía en la segunda mitad del siglo XIX, que el
hombre podía llegar a la luna, orbitarla y regresar a la tierra. Esto hacía que lo vean casi como a un
“demente”. Pero 80 años después, se demostró que su imaginación, su
pensamiento de avanzada, podían ser reales.
Puede que algún día los futuros historiadores consideren la
votación y la búsqueda de una mayoría cuantitativa como un arcaico ritual
practicado por primitivos en el terreno de las comunicaciones. Puede que en un
futuro, la democracia cuantitativa mecanicista haga lugar para la democracia
cualitativa y consensual, quizás sea ese momento, el tiempo y espacio para que
las sociedades avancen un paso tan importante en la evolución como lo fue para
su época la Revolución agraria o la Revolución industrial y sus respectivas
instituciones.
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